Si pensamos que es necesario evitar el dolor para que la vida sea placentera, el riesgo es que nos volvamos tan expertos en no sufrir que a la larga ya no sentiremos nada: ni amor, ni alegría, ni esperanza.
Nos habremos anestesiado emocionalmente, aprenderemos a vivir dentro de un marco afectivo muy estrecho, sabiendo de antemano que habrá muy escasos picos de gran felicidad a cambio de la certeza de que tampoco habrá momentos de gran depresión: ni el menor dolor ni tristeza; sólo una perpetua monotonía, un día gris detrás de otro.
Debido al miedo que le tendremos al dolor, seremos tan expertos en el arte de la indiferencia que nada nos llegará en el plano de los afectos.