No era poco el tiempo que había tenido la vista perdida en aquel inmenso espejo,
se puede asegurar que estaba a punto de entrar a la vacuidad,
de ensimismarse y ni el viento colado en aquel ventanal la hacía volver en si.
Solemne, como si los sentidos la hubiesen abandonado, sin decir más.
En cambio él se mantenía más vivo que nunca, con esa avidez que le despertaba la mirada perdida en la musicalidad de sus caderas, la idealizaba, desnuda, con rastros de sudor de aquella jornada sexual, algo más que ardua.
Ella se veía, no decía más, quizás en su silencio escondía el temor sigiloso, que la había acompañado todas las tardes, de pensar en el futuro, era ese temor de hacer cierto lo que nació con poca vida, lo que estaba condenado al sufrimiento.
Porque ella, desde que se le cristalizo la idea de amarse con él, deseaba ese momento, como lo había sudado muchas ocasiones, empero, no estaba dispuesta a pagar con sufrimiento, quería estar libre de facturas, estaba decidida a buscar un intermedio; por eso se veía, sabía que era bella,
con mucha alevosía se vanagloriaba ella misma, conocía que en eso residía que él perdiera la cabeza, que se aventurara a escribir, a ser loco suicida de los sueños y se escapara, en medio de ese camino espinoso de la realidad, y por fin, entrará ahí, al mundo hostil de los vivos.
Si los pasos hubiesen sido en medio de la vigilia,
ella ya se hubiese percatado de que él había abandonado aquella cama y se dirigía con mucha decisión hacia donde descansaba,
a donde se observaba.
Se sonrió, pensaba que lo tenía dominado, desde que se puso de pie, esa intención llevaba, que la siguiera, no enseguida, hubiese sido muy mecánico, muy rutinario, sino después de un tiempo, el lapso lo decidía ella, ni siquiera era necesario que ella emitiera una señal, con una sonrisa, con un gesto bastaba para que él se desplazara.
Los movimientos, desde el principio, los recibía con cierta sorpresa, pero con una familiaridad que le espantaba, que le hacía entrecortar la respiración, acaso no por la precisión, sino por lo que implicaba aquellas caricias, acompañadas de muchas cosas incorpóreas, sueltas de materia, sin sustancia, de sueños, de emociones, eso era el afrodisíaco más fuerte que lograba que ahora ella humedeciera sus interiores.
Ese soplido que conducía sus palabras, tibias, eran harto impías, porque expresaba sus deseos sin pudor, como si le importara poco, que ella no podría, por ningún motivo, corresponderle, ni en intensidad, ni en cantidad, ni que el reloj con su paso inexorable, carcomiera ese idilio, como un cáncer que avanza silencioso, no lo notaba. ......
Autor: Menelao Cortazar